Reverendo Sr. Párroco de esta Parroquia de San Pedro, Sr. Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Pontificia, Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Santísimo Cristo de Burgos, Negaciones y Lágrimas de San Pedro y Madre Dios de la Palma, queridos hermanos. Es para mí un verdadero orgullo y una extraordinaria alegría encontrarme esta tarde cuaresmal en esta Parroquia de San Pedro para realizar la Meditación ante una imagen, la del Santísimo Cristo de Burgos, tan querida, tan enraizada en mi infancia, en mi pasado y en mi vida, en mi devoción y en mi fe militante de sevillano y creyente. Como no soy otra cosa que un poeta acostumbrado a expresar sus pensamientos y sus emociones en verso he dado a esta Meditación el formato de un recital emocionado ante esta venerada y bendita imagen, de manera que me van a permitir que comience dirigiéndome directamente al Santísimo Cristo de Burgos en verso, expresándole las razones de esta antigua devoción y predilección que mi corazón siente por É
I
Igual que cuando era niño
llego a tus plantas, Señor.
Camino de mi colegio
murmuraba la oración
que no murmuran los labios.
La murmura el corazón.
Ahora aquí, pasado el tiempo,
qué puedo decirte yo.
Hermoso Cristo dormido,
lirio vencido y en flor
junto al que cada mañana
la inocencia aquí sintió
creciendo la fe por dentro
y el Amor de todo un Dios.
Mira, Señor, he venido
embargado de emoción
a decirte algunas cosas,
las que están en el rincón
más profundo de los sueños,
las que nacen del Amor.
Las cosas que solo entiende
quien se olvida del rencor
y te mira cara a cara
tras tu muerte y su estertor.
Tú eres el centro de todo,
la luz del primer albor,
el silencio, la esperanza,
la savia que, en ascensión,
insufla al árbol la vida
que se eleva sin temor.
Eres la luz que se esconde
tras las cruces del dolor
y marca al hombre su senda
de humana superación.
Bendito Crucificado,
llama, fuego alumbrador
bajo las bóvedas altas
que entrelazan su clamor
con su silencio de piedra
de la altura en derredor;
tras la reja envejecida
que con hierro se forjó
y que guarda, día a día,
tu belleza en su interior.
¿Qué es, Señor, lo que al mirarte,
me provoca esta emoción?
No es la madera, aunque sea
tan hermoso su esplendor,
ni son los Miércoles Santos,
cuando suena el llamador
y entre cuatro hachones quietos
se hace entrega tu Pasión.
No es la bendita belleza
de mi tierra, ni el crisol
de todas sus hermosuras
bajo el brillo de su sol.
No es el esparto amarillo
que nos ciñe en tradición
y orgullo de las raíces
que a la vida dan razón.
Es algo más importante.
Es ese rostro, Señor.
Es lo que Tú significas,
la llamada de atención
de tu muerte y tu costado
y la entrega de tu Amor.
No es la cera de tiniebla
consumiéndose en su ardor
ni tu Madre de la Palma
y el delicado primor
de esos ojos que se elevan
con su bendito fulgor.
Eres Tú, Señor Dios mío.
Eres Tú solo, Señor.
Crucificado del alma
que la Historia aquí dejó
bajo el alto campanario
que da al cielo su esplendor.
En el templo de mi vida
donde mi infancia rezó
a diario ante tu imagen
y el niño se arrodilló.
No es la estrechez que, a la noche,
comprime, como un cordón,
por la calle Alcaicería
el simétrico temblor
de tus filas nazarenas,
ni la voz que, del balcón,
en saeta desgarrada
es como un ronco tambor
que se hace quejido y duelo
cuando regresas, Señor.
No es el lirio, el incensario
embriagando con su olor
el alma por las esquinas
como un péndulo de Dios,
ni la tierra de Castilla
que nombra la devoción
milenaria de tu nombre
y es en su escudo blasón.
Eres Tú, Señor, tan solo.
Es esa Crucifixión
y tu costado llagado,
la divina perfección
que parece que en la muerte
aguarda Resurrección.
Es, guardado en tu mirada,
ese lívido temblor
de la muerte cuando llega
porque el tiempo se acabó.
Son tus espinas, cual vuelo
de vencejos en legión
que se posan en tus sienes
y lloran con aflicción.
Es tu sudario anudado
a la cintura, en cordón.
Es que esa divina imagen
representa a Dios mejor
que las palabras vacías
musitadas sin fervor
o los legajos que duermen
en silencio en un cajón.
Más allá de la belleza
de tu hermosa procesión,
Tú habitas donde el silencio
se hace limpia bendición
y se dice Padre Nuestro,
donde se quiebra la voz
-como ahora mismo la mía-
pues no merezco el honor
de leerte este poema
que me nace a borbotón
esta noche de Cuaresma
del fondo del corazón.
Tú habitas en las entrañas
de la humana condición.
En el alma de las madres
que no ceden al horror
de hacer muerte de la Vida
que se gesta en su interior.
Tú habitas en los anhelos
que bendice la ilusión,
la esperanza que sostiene
a quien todo lo perdió,
las manos del Sacerdote
que imparten la Comunión.
En quien lucha, con su esfuerzo,
en que el mundo sea mejor.
Hasta en la angustia infinita,
la humana contradicción
de aquellos que no han sentido
el resplandor del perdón
pero buscan, en la niebla,
tu existencia con honor.
Tú habitas en la nostalgia
de la vida que pasó.
¿Querrás, Señor, permitirme
de esa nostalgia el temblor?
Plaza mía de San Pedro.
Cuánta vida alrededor.
Cuánto gozo y cuánto juego.
Rectangular extensión
que a un grupo de colegiales
daba cobijo y calor
cuando un papel arrugado
era un sencillo balón
y los bancos porterías
donde marcarnos un gol.
¿Querrás, Señor permitirme
que te diga que esperó
mil veces aquí mi padre,
consultando su reloj,
que de la Misa de once
y sonriendo a los dos
al fin mi madre saliera
a la calle sin rubor?
¿Querrás, Señor, que te diga
la pila en que bautizó
el Espíritu a mis hijos
que hoy son hombres en sazón
y que guardo ese recuerdo
de mi casa en el salón
en una fotografía
que el corazón enmarcó
y en la que estamos contigo,
junto a tu muerte, Señor?
No me sueltes de tu mano.
Quiero ser el eslabón
que en la cadena del tiempo
legue a aquellos que aún no son
mi fe, Señor, la que hiciste
florecer, sin remisión,
como un bendito tesoro
que mi vida aquí heredó.
Mi sencilla fe de hombre.
Mi fe firme. Mi bastión.
La fe que siempre ha crecido
y anidado en mi interior
al mirar tu gesto inerte
y tu muerte por Amor.
Señor, cuando quiera el mundo
despedirme con su adiós,
Tú solo, desde tu muerte,
hazme un pequeño favor.
Devuélveme aquella infancia
de inocencia y de candor.
Hazme otra vez el chiquillo
que en la bendita ilusión
del gozo de la Cuaresma
elevaba con fervor
hasta tu rostro los ojos
de la inocencia, Señor.
Cuántos poemas, Señor, no te habré yo escrito a lo largo de mi vida, cuántas oraciones no habré enlazado en la soledad de tu capilla, en mis cotidianos amaneceres infantiles o en el despertar de mi adolescencia. Cuántos Miércoles Santos no habré garabateado en mis cuadernos mi caligrafía asombrada ante el tránsito dulce y austero de tu muerte, tanto que no sabría ahora identificar, Señor, a qué años, a qué épocas, a qué tiempo pertenecen cada una de estas décimas que he traído hoy aquí para dejarlas emocionado tus pies:
Muerte severa de Cruz
para tus ojos dormidos
si entre lirios encendidos
va quebrándose la luz.
La tarde llora, al trasluz,
como un viejo acordeón
y a compás de una oración
no puede, al mirarte, el alma
ante tu muerte de calma
contener tanta emoción.
Muerte erguida que despierta
al corazón sevillano
y en la palma de su mano
nos pone el alma en alerta.
Llama del tiempo a la puerta
tu muerte como aldabón
cuando, entre esquina y rincón,
-divino, fiel relicario-
va tu muerte en el Calvario
impartiendo su lección.
Muerte entre hachones, dormida,
cuando la tarde no sabe
siquiera encontrar la llave
del tamaño de tu herida.
Muerte que, en el fondo, es Vida
cuando ignora la razón,
entre incienso y devoción,
si Tú has muerto en tus martirios
o estas vivo entre los lirios
consolando el corazón.
Muerte de sombra y de duelo
por la calle Alcaicería.
Desnuda muerte sombría
que promete el mismo cielo.
Golondrina que va en vuelo
en raudo tirabuzón.
Señor de una devoción
que no asola la distancia.
Cristo mío de mi infancia,
mi Cristo del corazón.
Muerte humilde, como un broche
que abrocha la eternidad.
Muerte donde la Verdad
se hace en el alma derroche.
Muerte que deja en la noche
su caricia en el balcón
cuando solloza el hachón
porque la cera prefiere
morir con Cristo, que muere
ofreciendo su Pasión.
Muerte desnuda y morada
que atraviesa las esquinas
mientras se hunden las espinas
en tu frente maltratada.
Yerta, quieta la mirada
y quebrado el esternón.
Eterna Crucifixión
que la tierra de Castilla
generosa da a Sevilla
con tu hermosa advocación.
Muerte morada y desnuda
que Burgos aquí nos deja
y del alma así despeja
el acecho de la duda.
Mástil firme donde anuda
su tiniebla el tiempo entero,
cuando al verte en el madero
no sabe nuestro sentir
si habita el Guadalquivir
o los álamos del Duero.
Muerte poderosa, muerte
que el ocaso guarda y sella
cuando se enciende una estrella
para ver tu cuerpo inerte.
Plata firme, roble fuerte
en tu altar de devoción.
Es tan sobria tu Pasión
que has traído hasta Sevilla,
secuestradas de su orilla,
las aguas del Arlanzón.
Muerte bendita que hace
que a tu Madre de la Palma
se le rompa y quiebre el alma
mientras la luz se deshace.
Vida que de muerte nace
y bendice en aluvión
cuando cruje el tiempo, al son
de un chasquido de madera
y otra vez, en primavera,
se hace infancia el corazón.
Muerte que hiere y traspasa
como el filo de un cuchillo
y entre el esparto amarillo
con incienso se acompasa.
San Pedro es como una casa
que abre las puertas del cielo
cuando vencejos en vuelo
van anunciando, entre trinos,
que has abierto los caminos
de la tarde con su duelo.
Muerte eterna. Muerte al raso
junto al árbol de las lianas
mientras todas las ventanas
agonizan a tu paso.
Quiere besar el ocaso
el clavel de tu talón
y en la trémula oración
que me nace desde dentro
Tú, Señor, eres el centro
del ardiente corazón.
Muerte atroz de par en par.
Muerte del Cristo de Burgos.
Ni artesanos ni demiurgos
pueden tu muerte igualar.
Muerte eterna, como el mar
en su inmensa condición,
cuando vuela un gorrión
para arrancarte una espina
y derrama, en cada esquina,
el incienso su emoción.
Muerte que mira de lado
Santa Ángela bendita
y la tarde hace infinita
en la llaga del costado.
Muerte que el velo ha rasgado
del esbelto campanario
cuando el nudo del sudario
el alma también anuda
y se hace rosa desnuda
tu martirio en el Calvario.
Muerte sobria y ya vencida
bajo cielos entreabiertos.
Sobre los párpados yertos
agotada ya la vida.
De tu muerte suspendida
se alimenta mi oración
cuando sabe el corazón
que si eres Tú quien hoy muere
esa muerte no requiere
ni palabras ni Pregón.
Muerte sobria a cal y canto
embebida de sigilo
cuando se hace el tiempo, en vilo,
junto a Ti Miércoles Santo.
Muerte que desata el llanto
de la plaza y del ciprés
cuando el alma, del revés
y a punto de sollozar,
te quisiera desclavar
de las manos y los pies.
Muerte lívida y austera,
severidad castellana
cuando la tarde, ya anciana,
se hace tiniebla de cera.
Cuando cruje la madera
cruje también la emoción
y no sabe el corazón
si Cristo ha muerto en Sevilla
o en las tierras de Castilla,
tras las cumbres del Urbión.
Cuántos poemas escritos a tu lado, Señor. Aprendí a escribirlos en el pupitre de mi colegio, San Francisco de Paula, muy cerca de aquí. San Francisco de Paula, cuya festividad hoy conmemoramos. Qué delicadeza, Señor, en los caminos de tu Providencia: San Francisco de Paula me trajo cada mañana hasta Ti durante años y San Francisco de Paula vuelve a situarme hoy aquí, a tus pies, tras tanto tiempo. No tiene nada de extraño que algunas de aquellas estrofas que yo escribiera en mi colegio fueran dedicadas a Ti, Señor, que fueran oraciones a tu imagen, o a tu bendita Madre de la Palma. Y como muestra, un botón. Quiero recordar ahora aquí una anécdota que guardo nítida, viva, imborrable en mi memoria. Era un Miércoles de Ceniza, un Miércoles de Ceniza de intensa luz azul, que se filtraba por la ventana del aula e iluminaba la cal de la fachada aledaña. Y era una clase de un viejo e inolvidable Profesor de Historia del Arte, Don José Perea, que me honraba con su cariño exagerado. Lo he buscado, para hacerle partícipe de esta Meditación y este recuerdo agradecido, pero la respuesta, amable, del Director de mi viejo colegio, Luis Rey Goñi, me llenó de tristeza: -Enrique, Don José falleció hace algunos años. Fue la primera persona que me dijo que yo habría de ser poeta. –Enrique –dijo un día en una de sus clases, ante mi vergüenza tímida y aturdida, habrá de escribir cosas importantes en el futuro. Pues bien, andaba yo escribiendo un poemilla en mi cuaderno en una de sus clases, abrumado por aquella luz intensa, ajeno, la verdad, a sus explicaciones. -¿Barrero, qué haces, qué estas escribiendo? –Nada, Don José, tomando apuntes. –Venga ya, no me engañes, los apuntes son horizontales, no verticales… Un poema ¿verdad? –Sí, un poema, Don José, discúlpeme. Y Don José, conocedor de las fuentes habituales de mi inspiración: -¿A Pasión? Venga léelo. Y yo, colorado: –No, al Miércoles de Ceniza y a la Virgen del Cristo de Burgos. –Venga, léelo. Y yo, colorado, con la voz temblorosa, entre las risas de los compañeros, quién iba a decirme entonces que habría de recitarlo hoy aquí a tus pies, Señor:
Que pase el tiempo deprisa.
Que yo prefiero las llamas
al polvo de la ceniza.
Y está ya aguardando el alma
que suba sobre su paso
Madre de Dios de la Palma.
Hoy he escogido, Señor, algunas de esas oraciones en forma de soneto para recitarlas emocionado a tus pies. Cada una de ellas va encabezada con una breve cita espiritual:
I
No me tienes que me dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Vengo a darte mi voz, mi voz rendida.
Señor que aquí, en San Pedro, estás dormido.
En tus llagas de amor, lirio vencido,
vengo a plantar el árbol de mi vida.
La luz de mi palabra está encendida
y el corazón también traigo encendido.
Junto a Ti, cuántas horas he vivido,
cuánto ruego en silencio, cuánta herida.
Qué profunda emoción al contemplarte,
tus ojos, ya sin luz, tu muerte austera.
Quién pudiera, en volandas, abrazarte…
Calvario de mi eterna primavera.
Quién pudiera, Señor, desenclavarte
del árbol de la Cruz y la madera.
II
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh buen Jesús. Óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
En tus llagas, Señor, están guardadas
la esperanza del hombre y su destino.
Su voz y su silencio repentino,
su luz, su soledad y sus miradas.
En tus llagas de Amor amoratadas
la fe que nos sostiene en el camino
En tus llagas, Señor, siempre adivino
las verdades más altas, más sagradas.
Cristo de Burgos, sí. Crucificado
en la Cruz de madera en que se clava
tu inmensa soledad, tu gesto inerte.
mientras nace, bendita, del costado
el agua eterna y clara con que lava
el alma sus pecados con tu muerte.
III
-Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. -Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.
Tú eres mi Dios, Señor, no porque hagas
el mundo a mi capricho y mi medida.
Eres mi Dios hermano por tu herida
y el caudal infinito de tus llagas.
Eres mi Dios de amor porque naufragas
conmigo en esta espuma embravecida.
A veces hallo solo en esta vida
brumas inmensas, soledades vagas.
Mi Señor de tiniebla, Cristo amado,
mi Cristo de la Iglesia de San Pedro
clavado en esa Cruz, clavel inerte.
No me apartes el alma de tu lado,
que firme el corazón, igual que el cedro,
beba en la fuente eterna de tu muerte.
IV
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.
¿Qué tienes Tú, Señor, que con tu muerte
de esta manera el corazón me inflamas
y el caudal de esa sangre que derramas
en lámpara que alumbra se convierte?
¿Por qué en tu fuego firme que se vierte
queda el alma incendiada entre tus llamas
y eres al tiempo el árbol y las ramas,
el tronco y la raíz, la savia fuerte?
Yo no puedo olvidarte ni te olvido
y al sueño de tu muerte me acompaso.
Déjame junto a Ti, que estoy herido
mientras va desangrándose el ocaso
y parece, Señor, que te has dormido,
sobre la cuna oscura de tu paso.
V
Soberbia tú… ¿De qué?
Mírame aquí, Señor. Soy tan pequeño
que has de darle mis versos al olvido
mas ¿qué son unos versos, si Tú has sido
herido hasta la muerte sobre un leño?
Tú conoces el sueño en que me empeño.
Es un sueño secreto y escondido.
¿Y si llega la muerte, y no ha podido
el niño ver al fin cumplido el sueño?
Pues nada ha de pasar. Sé que contigo
cumplido está ya el sueño y alcanzado
aunque en negarlo se empeñara el mundo.
Y a Ti Mismo te pongo por testigo
de que mi verso oculto, silenciado,
suena en su Amor más alto y más profundo.
Toma tu Cruz y sígueme. Son las palabras de Jesús, la leyenda de la Cruz de Guía de mi querida Hermandad de Vera-Cruz. Toma tu Cruz y sígueme/ Tú nos has dicho, Señor/contigo vamos a tomarla/ con tan dulce carga, con tan dulce carga/te amaremos mejor, es la letra de Cándido Sánchez Martínez que cantan sus hermanos a la finalización de sus actos y sus cultos. Y es la Meditación más hermosa, más radical, más certera realizada jamás en la Historia de la Humanidad, ante la que palidecen todas las reflexiones, todas las palabras, todas las meditaciones, todos los pregones y todos los sermones. Y eso es en realidad lo único que a mí me cabe deciros esta noche. Tomad vuestra Cruz y seguid a Jesucristo. Quisiera animaros y exhortaros a ello con un soneto que me duele en lo más profundo de mi ser, que he mantenido oculto y en secreto durante largos años, pero que quiero hoy decir y recitar ante el Cristo de mi infancia. Creo que es el poema más cierto, más vivido, más bañado en la angustia honda y exacta del alma que yo haya podido escribir jamás sobre mi fe y sobre la Semana Santa de Sevilla, y he escrito muchos. Está fechado. Lo escribí el 29 de marzo de 1991, Viernes Santo, al amanecer, cuando totalmente desfallecido por la enfermedad y el cansancio, me derrumbe materialmente en la Parroquia de la Magdalena en la certeza de que mi vida había cambiado para siempre, como consecuencia de la enfermedad crónica que me había dado la cara justo aquella noche, ceñido en el seco y áspero esparto, calzada la humilde alpargata de una Hermandad a la que amo sobre todas las cosas. Es un soneto a Jesucristo en la Cruz, qué más da si de Burgos, sí de las Almas, de la Fundación, del Amor o del Calvario, si Jesucristo es uno y el mismo. Pero es también un soneto a las cruces nuestras de cada día, a mi irrelevante Cruz, en este caso, la que me resultaría imposible sobrellevar sin mi fe y sin los brazos abiertos y extendidos de Cristo Crucificado
Es de noche, Señor. Es Madrugada
y el mundo con tu muerte Tú gobiernas.
No sé lo que me pasa, que mis piernas
tienen la fuerza justa, desmayada.
Se me nubla la vista. No veo nada.
Un segundo parece una hora eterna
y en un golpe, de pronto, descuaderna
mi sangre ya maltrecha, devastada.
Hay algo que me hiere, que me mata,
que me dice que ya será diario
el esparto y la aguja, la alpargata.
Me hablas al oído. Es necesario,
mientras todo mi ser se desbarata,
seguirte con mi cruz hasta el Calvario.
Madre mía, tu Hijo no se enfadara si yo me despido hoy de Ti primero antes de mi epílogo final. Andaba yo culminando esta Meditación y hallé por esos mares de las redes una imagen tuya, entronizada ya en tu paso. Y de repente el niño que sigo llevando dentro comenzó a gritarme: –Ve, deja lo que estés haciendo. Ve. Y aquí me vine, Madre. Fue el pasado sábado por la mañana. No había casi nadie y di las mismas vueltas en torno a tu paso que daba en mi infancia, y me quedé extasiado ante tu mirada elevada y la sublime belleza de tus ojos. Y recordé a mi madre en la tierra, Aurora, sentada invariablemente en el mismo banco de esta Parroquia, en su misa de once, la mayoría de las veces junto a su hermana María del Carmen. Y recordé a mi madre en la tierra, cada vez que yo necesitaba un papel: –No te preocupes, yo hablo con Don Jesús. Y recordé a mi madre en la tierra, conocedora como todas las madres del corazón y de las claves más profundas de sus hijos, todas las Cuaresmas, inevitablemente, sabiendo la alegría que ello me producía: –Ya está en San Pedro el paso del Cristo de Burgos. Madre del Santísimo Cristo de Burgos, extiende la dulzura de tus manos sobre este mundo empobrecido y loco, confiere a nuestros corazones en guerra la paz duradera y la concordia del abrazo, concédenos la dádiva del perdón, danos una Semana Santa profunda, alejada de la superficialidad, de la banalidad y del espectáculo. Permíteme, Madre mía que esos dos nombres, La Palma y la Aurora, queden fundidos en estas décimas que salen de lo más profundo del corazón de ese niño que sigo siendo:
Te estoy contemplando al fondo
como ayer, como en mi infancia.
Vencida cualquier distancia
parece el tiempo redondo.
Cómo me cuesta, en lo hondo,
si pasas decirte adiós.
Estamos solos, los dos.
El niño que fui, y el hombre
que en la Palma de tu nombre
halla a la Madre de Dios.
En ese rostro que llora
mi vida entera copiada
y en la luz de tu mirada
mi oscura noche y mi Aurora.
Vuelve el tiempo. Ya es la hora
y el niño pierde la calma.
Algo le grita, en el alma:
Ya no son los días iguales
porque está entre sus varales
Madre de Dios de la Palma.
Señor, debo concluir. Dentro de poco, en un par de semanas, tu sublime y portentosa imagen estará discurriendo a esta misma hora por las calles de Sevilla. Irás entre la luz agonizante, por la estrechez de las calles abarrotadas, para susurrarle al alma que no hay sacrificio más hondo y hermoso que el de tu muerte redentora, ni existe vida, ni Resurrección, ni esperanza posible más allá del abanico de tus brazos entreabiertos. Entonces, Señor, resonarán otra vez en mi corazón unos versos antiguos que te escribí un Miércoles Santo, un romancillo al que he añadido algunos versos y que me sirve ahora para concluir este recital que me has permitido dar, emocionado, en tu presencia.
Señor de mi vida,
de mi plaza vieja.
Es Miércoles Santo.
En la tarde quieta
tu estampa dormida,
tu muerte serena,
tus brazos abiertos,
la luz violeta.
El tiempo que pasa.
El sueño que queda.
Nazarenos negros
que son como flechas
que el alma traspasan
y esa parihuela
que a un niño anunciaba
la mejor Cuaresma.
Rozaba, saltando,
la trabajadera.
Don Francisco Cruces
le echaba paciencia
a la marabunta
de filas risueñas
que entraban, salían
montando su juerga.
Me sé de memoria
la oscura madera,
faroles de plata,
hachones de cera,
el techo del palio,
San Pedro, que es piedra.
Me sé de memoria
el árbol, la yedra,
las Ánimas todas,
Sor Ángela eterna.
Me sé de memoria
la bandera negra,
el esparto ancho
y las filas prietas.
Me sé de memoria
todas las cartelas.
Delante de todas
está la Sentencia
y en aquel costero
con la Cruz a cuestas.
Traslado al Sepulcro
si me doy la vuelta.
Traslado al Sepulcro…
Lo siento tan cerca
que un escalofrío
recorre mis piernas.
Conozco el silencio,
el Libro de Reglas.
la luz del ocaso,
sus franjas, sus vetas,
tus llagas, tus clavos,
tu mirada yerta.
No me lo han contado.
Viví, en carne abierta,
la lágrima exacta,
la luz de la estrella,
la lluvia y su filo
de oscura tristeza,
la caricia, el roce
de la manigueta,
y la voz de mando
segura y serena,
sus ojos diciendo,
moviendo las cejas:
-quita niño, quita,
baja la cabeza
o no ves que el paso
se sube a la acera…
Señor de mi vida,
mi infancia secreta.
Es Miércoles Santo.
Cumplida la fecha.
Otra vez la noche
de la calle estrecha,
la plaza apagada,
la ronca saeta,
la hilera de cirios
que marcan la senda,
la llama que alumbra,
la cera tiniebla.
Otro año que pasas
con mi vida entera
copiada en tu estampa
desnuda y austera.
Otro año tu muerte
llamando a mi puerta.