El texto de la meditación del Enrique Barrero al Santísimo Cristo de Burgos

Reverendo Sr. Párroco de esta Parroquia de San Pedro, Sr. Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Pontificia, Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad y Cofradía de Nazarenos del Santísimo Cristo de Burgos, Negaciones y Lágrimas de San Pedro y Madre Dios de la Palma, queridos hermanos. Es para mí un verdadero orgullo y una extraordinaria alegría encontrarme esta tarde cuaresmal en esta Parroquia de San Pedro para realizar la Meditación ante una imagen, la del Santísimo Cristo de Burgos, tan querida, tan enraizada en mi infancia, en mi pasado y en mi vida, en mi devoción y en mi fe militante de sevillano y creyente. Como no soy otra cosa que un poeta acostumbrado a expresar sus pensamientos y sus emociones en verso he dado a esta Meditación el formato de un recital emocionado ante esta venerada y bendita imagen, de manera que me van a permitir que comience dirigiéndome directamente al Santísimo Cristo de Burgos en verso, expresándole las razones de esta antigua devoción y predilección que mi corazón siente por É

I

Igual que cuando era niño

llego a tus plantas, Señor.

Camino de mi colegio

murmuraba la oración

que no murmuran los labios.

La murmura el corazón.

Ahora aquí, pasado el tiempo,

qué puedo decirte yo.

Hermoso Cristo dormido,

lirio vencido y en flor

junto al que cada mañana

la inocencia aquí sintió

creciendo la fe por dentro

y el Amor de todo un Dios.

Mira, Señor, he venido

embargado de emoción

a decirte algunas cosas,

las que están en el rincón

más profundo de los sueños,

las que nacen del Amor.

Las cosas que solo entiende

quien se olvida del rencor

y te mira cara a cara

tras tu muerte y su estertor.

Tú eres el centro de todo,

la luz del primer albor,

el silencio, la esperanza,

la savia que, en ascensión,

insufla al árbol la vida

que se eleva sin temor.

Eres la luz que se esconde

tras las cruces del dolor

y marca al hombre su senda

de humana superación.

Bendito Crucificado,

llama, fuego alumbrador

bajo las bóvedas altas

que entrelazan su clamor

con su silencio de piedra

de la altura en derredor;

tras la reja envejecida

que con hierro se forjó

y que guarda, día a día,

tu belleza en su interior.

¿Qué es, Señor, lo que al mirarte,

me provoca esta emoción?

No es la madera, aunque sea

tan hermoso su esplendor,

ni son los Miércoles Santos,

cuando suena el llamador

y entre cuatro hachones quietos

se hace entrega tu Pasión.

No es la bendita belleza

de mi tierra, ni el crisol

de todas sus hermosuras

bajo el brillo de su sol.

No es el esparto amarillo

que nos ciñe en tradición

y orgullo de las raíces

que a la vida dan razón.

Es algo más importante.

Es ese rostro, Señor.

Es lo que Tú significas,

la llamada de atención

de tu muerte y tu costado

y la entrega de tu Amor.

No es la cera de tiniebla

consumiéndose en su ardor

ni tu Madre de la Palma

y el delicado primor

de esos ojos que se elevan

con su bendito fulgor.

Eres Tú, Señor Dios mío.

Eres Tú solo, Señor.

Crucificado del alma

que la Historia aquí dejó

bajo el alto campanario

que da al cielo su esplendor.

En el templo de mi vida

donde mi infancia rezó

a diario ante tu imagen

y el niño se arrodilló.

No es la estrechez que, a la noche,

comprime, como un cordón,

por la calle Alcaicería

el simétrico temblor

de tus filas nazarenas,

ni la voz que, del balcón,

en saeta desgarrada

es como un ronco tambor

que se hace quejido y duelo

cuando regresas, Señor.

No es el lirio, el  incensario

embriagando con su olor

el alma por las esquinas

como un péndulo de Dios,

ni la tierra de Castilla

que nombra la devoción

milenaria de tu nombre

y es en su escudo blasón.

Eres Tú, Señor, tan solo.

Es esa Crucifixión

y tu costado llagado,

la divina perfección

que parece que en la muerte

aguarda Resurrección.

Es, guardado en tu mirada,

ese lívido temblor

de la muerte cuando llega

porque el tiempo se acabó.

Son tus espinas, cual vuelo

de vencejos en legión

que se posan en tus sienes

y lloran con aflicción.

Es tu sudario anudado

a la cintura, en cordón.

Es que esa divina imagen

representa a Dios mejor

que las palabras vacías

musitadas sin fervor

o los legajos que duermen

en silencio en un cajón.

Más allá de la belleza

de tu hermosa procesión,

Tú habitas donde el silencio

se hace limpia bendición

y se dice Padre Nuestro,

donde se quiebra la voz

-como ahora mismo la mía-

pues no merezco el honor

de leerte este poema

que me nace a borbotón

esta noche de Cuaresma

del fondo del corazón.

Tú habitas en las entrañas

de la humana condición.

En el alma de las madres

que no ceden al horror

de hacer muerte de la Vida

que se gesta en su interior.

Tú habitas en los anhelos

que bendice la ilusión,

la esperanza que sostiene

a quien todo lo perdió,

las manos del Sacerdote

que imparten la Comunión.

En quien lucha, con su esfuerzo,

en que el mundo sea mejor.

Hasta en la angustia infinita,

la humana contradicción

de aquellos que no han sentido

el resplandor del perdón

pero buscan, en la niebla,

tu existencia con honor.

Tú habitas en la nostalgia

de la vida que pasó.

¿Querrás, Señor, permitirme

de esa nostalgia el temblor?

Plaza mía de San Pedro.

Cuánta vida alrededor.

Cuánto gozo y cuánto juego.

Rectangular extensión

que a un grupo de colegiales

daba cobijo y calor

cuando un papel arrugado

era un sencillo balón

y los bancos porterías

donde marcarnos un gol.

¿Querrás, Señor  permitirme

que te diga que esperó

mil veces aquí mi padre,

consultando su reloj,

que de la Misa de once

y sonriendo a los dos

al fin mi madre saliera

a la calle sin rubor?

¿Querrás, Señor, que te diga

la pila en que bautizó

el Espíritu a mis hijos

que hoy son hombres en sazón

y que guardo ese recuerdo

de mi casa en el salón

en una fotografía

que el corazón enmarcó

y en la que estamos contigo,

junto a tu muerte, Señor?

No me sueltes de tu mano.

Quiero ser el eslabón

que en la cadena del tiempo

legue a aquellos que aún no son

mi fe, Señor, la que hiciste

florecer, sin remisión,

como un bendito tesoro

que mi vida aquí heredó.

Mi sencilla fe de hombre.

Mi fe firme. Mi bastión.

La fe que siempre ha crecido

y anidado en mi interior

al mirar tu gesto inerte

y tu muerte por Amor.

Señor, cuando quiera el mundo

despedirme con su adiós,

Tú solo, desde tu muerte,

hazme un pequeño favor.

Devuélveme aquella infancia

de inocencia y de candor.

Hazme otra vez el chiquillo

que en la bendita ilusión

del gozo de la Cuaresma

elevaba con fervor

hasta tu rostro los ojos

de la inocencia, Señor.

 

Cuántos poemas, Señor, no te habré yo escrito a lo largo de mi vida, cuántas oraciones no habré enlazado en la soledad de tu capilla, en mis cotidianos amaneceres infantiles o en el despertar de mi adolescencia. Cuántos Miércoles Santos no habré garabateado en mis cuadernos mi caligrafía asombrada ante el tránsito dulce y austero de tu muerte, tanto que no sabría ahora identificar, Señor, a qué años, a qué épocas, a qué tiempo pertenecen cada una de estas décimas que he traído hoy aquí para dejarlas emocionado tus pies:

Muerte severa de Cruz

para tus ojos dormidos

si entre lirios encendidos

va quebrándose la luz.

La tarde llora, al trasluz,

como un viejo acordeón

y a compás de una oración

no puede, al mirarte, el alma

ante tu muerte de calma

contener tanta emoción.

Muerte erguida que despierta

al corazón sevillano

y en la palma de su mano

nos pone el alma en alerta.

Llama del tiempo a la puerta

tu muerte como aldabón

cuando, entre esquina y rincón,

-divino, fiel relicario-

va tu muerte en el Calvario

impartiendo su lección.

Muerte entre hachones, dormida,

cuando la tarde no sabe

siquiera encontrar la llave

del tamaño de tu herida.

Muerte que, en el fondo, es Vida

cuando ignora la razón,

entre incienso y devoción,

si Tú has muerto en tus martirios

o estas vivo entre los lirios

consolando el corazón.

Muerte de sombra y de duelo

por la calle Alcaicería.

Desnuda muerte sombría

que promete el mismo cielo.

Golondrina que va en vuelo

en raudo tirabuzón.

Señor de una devoción

que no asola la distancia.

Cristo mío de mi infancia,

mi Cristo del corazón.

Muerte humilde, como un broche

que abrocha la eternidad.

Muerte donde la Verdad

se hace en el alma derroche.

Muerte que deja en la noche

su caricia en el balcón

cuando solloza el hachón

porque la cera prefiere

morir con Cristo, que muere

ofreciendo su Pasión.

Muerte desnuda y morada

que atraviesa las esquinas

mientras se hunden las espinas

en tu frente maltratada.

Yerta, quieta la mirada

y quebrado el esternón.

Eterna Crucifixión

que la tierra de Castilla

generosa da a Sevilla

con tu hermosa advocación.

Muerte morada y desnuda

que Burgos aquí nos deja

y del alma así despeja

el acecho de la duda.

Mástil firme donde anuda

su tiniebla el tiempo entero,

cuando al verte en el madero

no sabe nuestro sentir

si habita el Guadalquivir

o los álamos del Duero.

Muerte poderosa, muerte

que el ocaso guarda y sella

cuando se enciende una estrella

para ver tu cuerpo inerte.

Plata firme, roble fuerte

en tu altar de devoción.

Es tan sobria tu Pasión

que has traído hasta Sevilla,

secuestradas de su orilla,

las aguas del Arlanzón.

Muerte bendita que hace

que a tu Madre de la Palma

se le rompa y quiebre el alma

mientras la luz se deshace.

Vida que de muerte nace

y bendice en aluvión

cuando cruje el tiempo, al son

de un chasquido de madera

y otra vez, en primavera,

se hace infancia el corazón.

Muerte que hiere y traspasa

como el filo de un cuchillo

y entre el esparto amarillo

con incienso se acompasa.

San Pedro es como una casa

que abre las puertas del cielo

cuando vencejos en vuelo

van anunciando, entre trinos,

que has abierto los caminos

de la tarde con su duelo.

Muerte eterna. Muerte al raso

junto al árbol de las lianas

mientras todas las ventanas

agonizan a tu paso.

Quiere besar el ocaso

el clavel de tu talón

y en la trémula oración

que me nace desde dentro

Tú, Señor, eres el centro

del ardiente corazón.

Muerte atroz de par en par.

Muerte del Cristo de Burgos.

Ni artesanos ni demiurgos

pueden tu muerte igualar.

Muerte eterna, como el mar

en su inmensa condición,

cuando vuela un gorrión

para arrancarte una espina

y derrama, en cada esquina,

el incienso su emoción.

Muerte que mira de lado

Santa Ángela bendita

y la tarde hace infinita

en la llaga del costado.

Muerte que el velo ha rasgado

del esbelto campanario

cuando el nudo del sudario

el alma también anuda

y se hace rosa desnuda

tu martirio en el Calvario.

Muerte sobria y ya vencida

bajo cielos entreabiertos.

Sobre los párpados yertos

agotada ya la vida.

De tu muerte suspendida

se alimenta mi oración

cuando sabe el corazón

que si eres Tú quien hoy muere

esa muerte no requiere

ni palabras ni Pregón.

Muerte sobria a cal y canto

embebida de sigilo

cuando se hace el tiempo, en vilo,

junto a Ti Miércoles Santo.

Muerte que desata el llanto

de la plaza y del ciprés

cuando el alma, del revés

y a punto de sollozar,

te quisiera desclavar

de las manos y los pies.

Muerte lívida y austera,

severidad castellana

cuando la tarde, ya anciana,

se hace tiniebla de cera.

Cuando cruje la madera

cruje también la emoción

y no sabe el corazón

si Cristo ha muerto en Sevilla

o en las tierras de Castilla,

tras las cumbres del Urbión.

 

Cuántos poemas escritos a tu lado, Señor. Aprendí a escribirlos en el pupitre de mi colegio, San Francisco de Paula, muy cerca de aquí. San Francisco de Paula, cuya festividad hoy conmemoramos. Qué delicadeza, Señor, en los caminos de tu Providencia: San Francisco de Paula me trajo cada mañana hasta Ti durante años y San Francisco de Paula vuelve a situarme hoy aquí, a tus pies, tras tanto tiempo. No tiene nada de extraño que algunas de aquellas estrofas que yo escribiera en mi colegio fueran dedicadas a Ti, Señor, que fueran oraciones a tu imagen, o a tu bendita Madre de la Palma. Y como muestra, un botón. Quiero recordar ahora aquí una anécdota que guardo nítida, viva, imborrable en mi memoria. Era un Miércoles de Ceniza, un Miércoles de Ceniza de intensa luz azul, que se filtraba por la ventana del aula e iluminaba la cal de la fachada aledaña. Y era una clase de un viejo e inolvidable Profesor de Historia del Arte, Don José Perea, que me honraba con su cariño exagerado. Lo he buscado, para hacerle partícipe de esta Meditación y este recuerdo agradecido, pero la respuesta, amable, del Director de mi viejo colegio, Luis Rey Goñi, me llenó de tristeza: -Enrique, Don José falleció hace algunos años.  Fue la primera persona que me dijo que yo habría de ser poeta. –Enrique –dijo un día en una de sus clases, ante mi vergüenza tímida y aturdida, habrá de escribir cosas importantes en el futuro. Pues bien, andaba yo escribiendo un poemilla en mi cuaderno en una de sus clases, abrumado por aquella luz intensa, ajeno, la verdad, a sus explicaciones.  -¿Barrero, qué haces, qué estas escribiendo? –Nada, Don José, tomando apuntes. –Venga ya, no me engañes, los apuntes son horizontales, no verticales… Un poema ¿verdad?  –Sí, un poema, Don José, discúlpeme. Y Don José, conocedor de las fuentes habituales de mi inspiración: -¿A Pasión? Venga léelo. Y yo, colorado: –No, al Miércoles de Ceniza y a la Virgen del Cristo de Burgos. –Venga, léelo. Y yo, colorado, con la voz temblorosa, entre las risas de los compañeros, quién iba a decirme entonces que habría de recitarlo hoy aquí a tus pies, Señor:

Que pase el tiempo deprisa.

Que yo prefiero las llamas

al polvo de la ceniza.

Y está ya aguardando el alma

que suba sobre su paso

Madre de Dios de la Palma.

Hoy he escogido, Señor, algunas de esas oraciones en forma de soneto para recitarlas emocionado a tus pies. Cada una de ellas va encabezada con una breve cita espiritual:

I

No me tienes que me dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Vengo a darte mi voz, mi voz rendida.

Señor que aquí, en San Pedro, estás dormido.

En tus llagas de amor, lirio vencido,

vengo a plantar el árbol de mi vida.

La luz de mi palabra está encendida

y  el corazón también traigo encendido.

Junto a Ti, cuántas horas he vivido,

cuánto ruego en silencio, cuánta herida.

Qué profunda emoción al contemplarte,

tus ojos, ya sin luz, tu muerte austera.

Quién pudiera, en volandas, abrazarte…

Calvario de mi eterna primavera.

Quién pudiera, Señor, desenclavarte

del árbol de la Cruz y la madera.

II

Agua del costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame.

Oh buen Jesús. Óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

En tus llagas, Señor, están guardadas

la esperanza del hombre y su destino.

Su voz y su silencio repentino,

su luz, su soledad y sus miradas.

En tus llagas de Amor amoratadas

la fe que nos sostiene en el camino

En tus llagas, Señor, siempre adivino

las verdades más altas, más sagradas.

Cristo de Burgos, sí. Crucificado

en la Cruz de madera en que se clava

tu inmensa soledad, tu gesto inerte.

mientras nace, bendita, del costado

el agua eterna y clara con que lava

el alma sus pecados con tu muerte.

III

-Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. -Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos.

Tú eres mi Dios, Señor, no porque hagas

el mundo a mi capricho y mi medida.

Eres mi Dios hermano por tu herida

y el caudal infinito de tus llagas.

Eres mi Dios de amor porque naufragas

conmigo en esta espuma embravecida.

A veces hallo solo en esta vida

brumas inmensas, soledades vagas.

Mi Señor de tiniebla, Cristo amado,

mi Cristo de la Iglesia de San Pedro

clavado en esa Cruz, clavel inerte.

No me apartes el alma de tu lado,

que firme el corazón, igual que el cedro,

beba en la fuente eterna de tu muerte.

IV

Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

¿Qué tienes Tú, Señor, que con tu muerte

de esta manera el corazón me inflamas

y el caudal de esa sangre que derramas

en lámpara que alumbra se convierte?

¿Por qué en tu fuego firme que se vierte

queda el alma incendiada entre tus llamas

y eres al tiempo el árbol y las ramas,

el tronco y la raíz, la savia fuerte?

Yo no puedo olvidarte ni te olvido

y al sueño de tu muerte me acompaso.

Déjame junto a Ti, que estoy herido

mientras va desangrándose el ocaso

y parece, Señor, que te has dormido,

sobre la cuna oscura de tu paso.

V

Soberbia tú… ¿De qué?

Mírame aquí, Señor. Soy tan pequeño

que has de darle mis versos al olvido

mas ¿qué son unos versos, si Tú has sido

herido hasta la muerte sobre un leño?

Tú conoces el sueño en que me empeño.

Es un sueño secreto y escondido.

¿Y si llega la muerte, y no ha podido

el niño ver al fin cumplido el sueño?

Pues nada ha de pasar. Sé que contigo

cumplido está ya el sueño y alcanzado

aunque en negarlo se empeñara el mundo.

Y a Ti Mismo te pongo por testigo

de que mi verso oculto, silenciado,

suena en su Amor más alto y más  profundo.

 

Toma tu Cruz y sígueme. Son las palabras de Jesús, la leyenda de la Cruz de Guía de mi querida Hermandad de Vera-Cruz. Toma tu Cruz y sígueme/ Tú nos has dicho, Señor/contigo vamos a tomarla/ con tan dulce carga, con tan dulce carga/te amaremos mejor, es la letra de Cándido Sánchez Martínez que cantan sus hermanos a la finalización de sus actos y sus cultos. Y es la Meditación más hermosa, más radical, más certera realizada jamás en la Historia de la Humanidad, ante la que palidecen todas las reflexiones, todas las palabras, todas las meditaciones, todos los pregones y todos los sermones. Y eso es en realidad lo único que a mí me cabe deciros esta noche. Tomad vuestra Cruz y seguid a Jesucristo. Quisiera animaros y exhortaros a ello con un soneto que me duele en lo más profundo de mi ser, que he mantenido oculto y en secreto durante largos años, pero que quiero hoy decir y recitar ante el Cristo de mi infancia. Creo que es el poema más cierto, más vivido, más bañado en la angustia honda y exacta del alma que yo haya podido escribir jamás sobre mi fe y sobre la Semana Santa de Sevilla, y he escrito muchos. Está fechado. Lo escribí el 29 de marzo de 1991, Viernes Santo, al amanecer, cuando totalmente desfallecido por la enfermedad y el cansancio, me derrumbe materialmente en la Parroquia de la Magdalena en la certeza de que mi vida había cambiado para siempre, como consecuencia de la enfermedad crónica que me había dado la cara justo aquella noche, ceñido en el seco y áspero esparto, calzada la humilde alpargata de una Hermandad a la que amo sobre todas las cosas. Es un soneto a Jesucristo en la Cruz, qué más da si de Burgos,  sí de las Almas, de la Fundación, del Amor o del Calvario, si Jesucristo es uno y el mismo. Pero es también un soneto a las cruces nuestras de cada día, a mi irrelevante Cruz, en este caso, la que me resultaría imposible sobrellevar sin mi fe y sin los brazos abiertos y extendidos de Cristo Crucificado

 

Es de noche, Señor. Es Madrugada

y el mundo con tu muerte Tú gobiernas.

No sé lo que me pasa, que mis piernas

tienen la fuerza justa, desmayada.

Se me nubla la vista. No veo nada.

Un segundo parece una hora eterna

y en un golpe, de pronto, descuaderna

mi sangre ya maltrecha, devastada.

Hay algo que me hiere, que me mata,

que me dice que ya será diario

el esparto y la aguja, la alpargata.

Me hablas al oído. Es necesario,

mientras todo mi ser se desbarata,

seguirte con mi cruz hasta el Calvario.

 

Madre mía, tu Hijo no se enfadara si yo me despido hoy de Ti primero antes de mi epílogo final. Andaba yo culminando esta Meditación y hallé por esos mares de las redes una imagen tuya, entronizada ya en tu paso. Y de repente el niño que sigo llevando dentro comenzó a gritarme: –Ve, deja lo que estés haciendo. Ve. Y aquí me vine, Madre. Fue el pasado sábado por la mañana. No había casi nadie y di las mismas vueltas en torno a tu paso que daba en mi infancia, y me quedé extasiado ante tu mirada elevada y la sublime belleza de tus ojos. Y recordé a mi madre en la tierra, Aurora, sentada invariablemente en el mismo banco de esta Parroquia,  en su misa de once, la mayoría de las veces junto a su hermana María del Carmen. Y recordé a mi madre en la tierra, cada vez que yo necesitaba un papel: –No te preocupes,  yo hablo con Don Jesús. Y recordé a mi madre en la tierra, conocedora como todas las madres del corazón y de las claves más profundas de sus hijos, todas las Cuaresmas, inevitablemente, sabiendo la alegría que ello me producía: –Ya está en San Pedro el paso del Cristo de Burgos. Madre del Santísimo Cristo de Burgos, extiende la dulzura de tus manos sobre este mundo empobrecido y loco, confiere a nuestros corazones en guerra la paz duradera y la concordia del abrazo, concédenos la dádiva del perdón, danos una Semana Santa profunda, alejada de la superficialidad, de la banalidad y del espectáculo. Permíteme, Madre mía que esos dos nombres, La Palma y la Aurora, queden fundidos en estas décimas que salen de lo más profundo del corazón de ese niño que sigo siendo:

Te estoy contemplando al fondo

como ayer, como en mi infancia.

Vencida cualquier distancia

parece el tiempo redondo.

Cómo me cuesta, en lo hondo,

si pasas decirte adiós.

Estamos solos, los dos.

El niño que fui, y el hombre

que en la Palma de tu nombre

halla a la Madre de Dios.

En ese rostro que llora

mi vida entera copiada

y en la luz de tu mirada

mi oscura noche y mi Aurora.

Vuelve el tiempo. Ya es la hora

y el niño pierde la calma.

Algo le grita, en el alma:

Ya no son los días iguales

porque está entre sus varales

Madre de Dios de la Palma.

 

Señor, debo concluir. Dentro de poco, en un par de semanas, tu sublime y portentosa imagen estará discurriendo a esta misma hora por las calles de Sevilla. Irás entre la luz agonizante, por la estrechez de las calles abarrotadas, para susurrarle al alma que no hay sacrificio más hondo y hermoso que el de tu muerte redentora, ni existe vida, ni Resurrección, ni esperanza posible más allá del abanico de tus brazos entreabiertos. Entonces, Señor, resonarán otra vez en mi corazón unos versos antiguos que te escribí un Miércoles Santo, un romancillo al que he añadido algunos versos y que me sirve ahora para concluir este recital que me has permitido dar, emocionado, en tu presencia.

 

Señor de mi vida,

de mi plaza vieja.

Es Miércoles Santo.

En la tarde quieta

tu estampa dormida,

tu muerte serena,

tus brazos abiertos,

la luz violeta.

El tiempo que pasa.

El sueño que queda.

Nazarenos negros

que son como flechas

que el alma traspasan

y esa parihuela

que a un niño anunciaba

la mejor Cuaresma.

Rozaba, saltando,

la trabajadera.

Don Francisco Cruces

le echaba paciencia

a la marabunta

de filas risueñas

que entraban, salían

montando su juerga.

Me sé de memoria

la oscura madera,

faroles de plata,

hachones de cera,

el techo del palio,

San Pedro, que es piedra.

Me sé de memoria

el árbol, la yedra,

las Ánimas todas,

Sor Ángela eterna.

Me sé de memoria

la bandera negra,

el esparto ancho

y las filas prietas.

Me sé de memoria

todas las cartelas.

Delante de todas

está la Sentencia

y en aquel costero

con la Cruz a cuestas.

Traslado al Sepulcro

si me doy la vuelta.

Traslado al Sepulcro…

Lo siento tan cerca

que un escalofrío

recorre mis piernas.

Conozco el silencio,

el Libro de Reglas.

la luz del ocaso,

sus franjas, sus vetas,

tus llagas, tus clavos,

tu mirada yerta.

No me lo han contado.

Viví, en carne abierta,

la lágrima exacta,

la luz de la estrella,

la lluvia y su filo

de oscura tristeza,

la caricia, el roce

de la manigueta,

y la voz de mando

segura y serena,

sus ojos diciendo,

moviendo las cejas:

-quita niño, quita,

baja la cabeza

o no ves que el paso

se sube a la acera…

Señor de mi vida,

mi infancia secreta.

Es Miércoles Santo.

Cumplida la fecha.

Otra vez la noche

de la calle estrecha,

la plaza apagada,

la ronca saeta,

la hilera de cirios

que marcan la senda,

la llama que alumbra,

la cera tiniebla.

Otro año que pasas

con mi vida entera

copiada en tu estampa

desnuda y austera.

Otro año tu muerte

llamando a mi puerta.

2025-04-04T10:22:28+00:00

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